Imagínense un aeropuerto en plena comarca de La Loma y Las Villas, en Jaén, en medio de extensiones inabarcables de olivos. Sí, un aeródromo con todos los detalles, con sus torres de control, con trabajadores que se mueven en cochecitos autopropulsados de un lado para otro, con operarios provistos de cascos para protegerse frente al ruido ensordecedor, con dieciocho dársenas en las que no paran de entrar y salir 'aeronaves', con 160.000 metros cuadrados de naves y terminales... Pues bien, todo eso ya existe en el municipio jienense de Villacarrillo. La única diferencia es que no hay aviones, sino tractores.
Les hablo de la cooperativa Virgen del Pilar, la mayor fábrica de aceite de oliva del mundo y la tercera industria más importante de la provincia tras Santana Motor, en Linares, y Valeo Iluminación, en Martos. Las cifras de este titán, integrado en la estructura de Jaencoop, son sencillamente mareantes, descomunales. Ahí van: 1.669 socios, un promedio de 61.000.000 kilogramos de fruto macerado por campaña, 13.000.000 kilos de aceite y una facturación por ejercicio que supera con creces los 29 millones de euros. Números impresionantes que corroboran el potencial de las explotaciones de esta comarca, que se ha convertido por méritos propios en el epicentro del sector gracias al regadío y a la entrada en funcionamiento de plantaciones jóvenes y diseñadas para optimizar el rendimiento de máquinas y personas.
No estamos ante la irrupción de un gigante con pies de barro. Ni mucho menos. La cooperativa fue fundada en 1966 por un señor que se llamaba José María Pastor, quien supo perfilar perfectamente un camino que, tras su fallecimiento, continúa ahora su discípulo más aventajado, Cristóbal Gallego, preside el consejo de administración y que ha sido el principal impulsor del enorme salto cuantitativo y cualitativo que está dando Nuestra Señora del Pilar con el traslado de sus instalaciones a una parcela de 160.000 metros cuadrados situada a las afueras de Villacarrillo -en la carretera de Mogón-, una mudanza que no ha salido gratis, 17 millones de inversión que han permitido erigir una macroplanta dotada de con ultimísima tecnología. No se trata tan sólo de moler más y más rápido, que también, sino de optimizar cada una de las fases de fabricación, desde que el agricultor deposita todo lo recogido en una dura jornada de trabajo hasta que el jugo es almacenado en alguno de los 164 tanques que componen una bodega que también es, obviamente, la más grande jamás contada -los depósitos pueden albergar entre 30.000 kilogramos los más pequeños y 180.000 los más grandes-.
Los terrenos han requerido del levantamiento de un muro de contención para evitar corrimientos de tierra -se trata de arcillas expansivas-. No es la única manera de asentar el suelo. Unos 500 plantones estratégicamente colocados en la ladera conformarán en un futuro 'El campo mundial de los olivos', donde se podrán apreciar árboles de todas las variedades y de todas las latitudes, un auténtico centro de interpretación para profanos en la materia y que también proyecta socialmente a Nuestra Señora del Pilar. Por cierto, la parcela fue comprada a los empleados de una papelera, coetánea a la de Smurfit (Mengíbar), que jamás se llegó construir y que pasaron a su propiedad, tras sentencia judicial, como prenda por unos honorarios que jamás percibieron. Caprichos del destino: la historia de un fracaso seguida de la historia de un éxito.
Dieciocho líneas de recepción
Y como en esta cooperativa todo es a lo bestia -valga la expresión-, el área de descarga también lo es. Desde dos puntos de control se administran 18 líneas de recepción, de las que 16 son para aceituna sucia y dos para limpia. Camiones y remolques, que llegan a formar filas paralelas de más dos kilómetros en las horas puntas de actividad -fundamentalmente por la tarde-, aguardan a que desde los baluartes les indiquen en qué muelle deben situarse. Desde el momento que reciben el OK hasta que salen por la puerta no pasa más de media hora. Depende cuánta mercancía se porte: 800 kilogramos, once minutos; 10.000, treinta y cinco minutos. Y así uno detrás de otro, uno detrás de otro, uno detrás de otro... Desde las ocho de la mañana, para prestar servicio a los más madrugadores, hasta las diez de la noche, para que nadie se quede sin molturar en el día, una de las condiciones sin equa non para lograr caldos extras -transcurridas veinticuatro horas aumenta el grado de acidez-. Pero por muy ordenado que esté todo, por muchos 'atracaderos' que se habiliten, por muy mecanizados que estén todos los procedimientos, sólo implicando a los oleicultores en la gestión se puede conseguir una agilidad razonable. Cada olivarero es un código de barras. Basta con aproximar una tarjeta a un dispositivo de lectura para poner en marcha la báscula y especificar la forma de recolección, un aspecto crucial ya que esta primera discriminación entre vuelo y el suelo determina la activación de una u otra línea de procesado, la de calidad y la de lampantes, una distinción que también tiene su repercusión económica en el bolsillo del productor. Una se liquidó el año pasado a 1,92 euros el kilogramo y la otra, a 1,80 euros. Este método también permite saber en todo momento a quién corresponde cada partida. Una correcta trazabilidad que garantiza la seguridad alimentaria.
Desde ese instante, el olivicultor ya se puede despreocupar. Nadie le va a engañar. El sistema pesará el material en bruto y luego en limpio. ¿Por qué? Pues básicamente para 'premiar' el esfuerzo que supone el lavado en las fincas y el ahorro que ello reporta a la cooperativa. Se establecen unos porcentajes. Si se rebasan, se aplica una 'penalización' de tres pesetas -los cosecheros todavía se entienden mejor hablando en la antigua moneda- por cada kilogramo aportado. Posteriormente, cada 200 kilogramos se toma una muestra, se introduce en una bolsita de plástico y se clasifica con un número de lote, una información neutra que imposibilita la identificación del dueño de esas aceitunas y evita cualquier manipulación. Los paquetes se mandan al laboratorio para calcular los aprovechamientos y pagar al susodicho según los resultados obtenidos. Lo dicho, sin trampa ni cartón.
La ingeniería hace el resto
A partir de ahí, la ingeniería hace el resto. Un sinfín alimenta los molinos, que se 'esfuerzan' más o menos en función de lo que 'ordene' la batidora, encargada de homogeneizar la pasta. Las centrifugadoras verticales realizan un primer prensado en frío, aunque posteriormente se efectúa una segunda, a una temperatura mayor, a fin de extraer hasta el último miligramo de grasa. Mientras tanto, el 'oro líquido', como si se tratara del nacimiento de un río, no para de manar de los decanter. Una orquesta en la que ningún músico desafina.
La cooperativa también ha apostado por el aspecto comercial -envasa la marca Cazorliva, aunque el grueso del negocio es el granel-. Un minarete, que emerge de la techumbre de la factoría, permite una visión conmovedora de un mar de olivas que se pierde en el horizonte. Una vista espectacular para que los visitantes entiendan que el olivar es mucho más que la industria agroalimentaria con mayor proyección de la piel de toro. También es cultura; también es paisaje; también es tradición.
Fuente: ideal.es
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